5 años han hecho falta para caer en la cuenta y contar lo mucho que he aprendido como madre de dos hijos. 5 años, que parecen poco, pero dan para mucho. 5 años, que antes de empezarlos parecen eternos, pero que pasan volando. No descubro la pólvora, todo esto que os cuento le ocurre a la mayoría de mis amigas bimadres – que oye, son casi todas -, pero es bonito ir descubriéndolo por una misma.
Hace 5 años y un día no creía, y parece tópico, pero es real, que pudiera querer al bebé que estaba por llegar tanto como quería a mi, hasta entonces, única hija. Dudaba de mi capacidad de saber compartir ese amor, de repartirlo a parte iguales. ¡Pero es que no tenía que hacerlo! Y es que con el nacimiento de cada hijo nace también una madre, independientemente de si se tienen dos o catorce hijos más, así que por arte de magia la naturaleza, nuestra capacidad de dar amor se multiplica automáticamente y nos vemos liberadas de esa angustia que supondría el tener que repartir a partes iguales el que ya sentíamos y restarle así a quien hasta entonces lo disfrutaba todo.
Seguro que no soy la única que padece bipolaridad maternal, en mi caso agravada desde que soy madre de dos. Lo mismo estoy gritando cual energúmena echándoles la bronca por cualquier cosa, que al milisegundo mi semblante cambia acompañado de una voz dulce y tranquila – todo lo dulce y tranquila que puede esperarse tras un estallido de los gordos – mientras sigo diciendo lo mismo, solo que ahora en modo calma. Es increíble lo mágicas que son las respiraciones; una bien profunda y eres capaz de parecer otra persona. Tengo la suerte de que en cuanto me vengo arriba, en el sentido más odioso de la palabra, soy consciente y, aunque no hay marcha atrás y no puedo eliminar de un plumazo los gritos y frases malsonantes que segundos antes han salido por mi boca, me obligo a bajar. Yo soy la adulta.
Me encantaría decir que, al igual que el amor, mi paciencia se ha visto multiplicada con el segundo hijo, pero mentiría. Yo, que me sorprendí con mi serenidad y mi paciencia cuando me convertí en madre, he vuelto a hacerlo – lo de sorprenderme – como madre de dos, pero en esta ocasión por todo lo contrario. No majas, la paciencia no es la misma, ni cuando acaban de nacer ni cuando tienen 5 años. Mi paciencia se agotaba con los lloros incesantes de los dos primeros meses de Bruno y se siguen agotando ahora con los desplantes y trastadas de ambos. Y quizá no veáis muy original mi descubrimiento en este punto, pero puedo aseguraros que para mí ha sido decepcionante el darme cuenta. Fui capaz, sin apenas esfuerzo, de coger ese nerviosismo que me caracterizaba antes de ser madre y convertirlo en paciencia y tranquilidad cuando nació Marcela. Y durante los tres años que estuvo sola nada indicaba que mi serenidad tenía los días contados, de ahí que cuando empecé a ser consciente de que soportaba peor las horas de lloros de mi hijo me sintiera como un cangrejo, dando pasos hacia atrás en lugar de avanzar en el camino. Y no he sido capaz de volver a ese estado de paz y tranquilidad que me inundó con mi primera maternidad. Y ojo! no por culpa de Bruno, que no ha sido un niño demasiado movido ni travieso durante sus primeros años, sino por TODO (qué gran palabra), por mí la primera, por el reclamo de atención de ambos, por el no llegar a todo, por el cansancio acumulado… ¿Pero sabéis lo mejor? Que soy capaz de sacar algo constructivo de esto, me gusta la parte divertida que tiene, al fin y al cabo con la falta de paciencia se nos plantea un reto constante, que no permite que nos aburramos ni nos deja bajar la guardia. Y es que intento esforzarme por mejorarlo cada día, aunque unos lo vea más fácil que otros. La suerte es que, aunque suene contradictorio, la segunda maternidad se vive más relajada (la maternidad); ya no eres primeriza y eso ayuda.
Como madre de dos también he aprendido a aprovechar mejor la ropa. Por ejemplo, he comprobado lo innecesario de tener un armario rebosante de ropa, y lo mejor es que lo he descubierto con ellos y me lo he aplicado también a mí. He obviado los detalles femeninos de algunas prendas de Marcela cuando no han sido muy marcados, adaptándolas al vestuario de Bruno. He comprado pensando en «que luego pueda utilizarlo él». Y he podido corroborar que lo mejor de tener un armario escueto es que el tiempo que dedican a decidir qué ropa ponerse se limita considerablemente, algo muy necesario para la salud mental de nuestra familia. Indudablemente, he aprendido a aprovechar mejor los recursos, tanto materiales como organizativos.
También he aprendido, que no asimilado, que al igual que el amor, el miedo no se divide, sino que se multiplica. Miedo a que ocurran ciertas cosas que duele hasta nombrarlas. O miedo a no saber estar a la altura. Un miedo que está ahí, pero que por suerte también he aprendido a manejar y a no dejar que gobierne nuestras vidas. De hecho, si no hablara de él a veces, ni recordaría que existe; pero está, y me temo que es algo que también va unido a la condición de madre.
Y por supuesto he aprendido a dividirme cuando lo han necesitado; a multiplicarme cuando la ocasión obligaba; a dejarles vía para arreglarse; a parar a tiempo tormentas; a amortiguar caídas y recoger pedacitos rotos; a ceder cuando ha valido la pena; a ser firme cuando lo contrario habría abierto vedas; a saber que después de la tormenta llega la calma.
Y pensando en esto me he levantado hoy, cuando Bruno cumple 5 años, los mismos que cumple mi bimaternidad.
2 Comentarios
Bego
24 junio, 2016 at 08:56Qué chulo. Y es como oirte hablar.
un beso
Noelia - Golosi
10 agosto, 2016 at 18:58Uy! Te leí, pero no te respondí, lo siento. Gracias reina